La razón de colocar en este panteón de nombres ilustres a D. Modesto Lafuente es puramente sentimental, pero en puridad, ¿qué decisión nuestra no lo es? El caso es que su obra (en realidad uno sólo de sus tomos) es seguramente el primer libro de Historia que leí, y eso cuando ni siquiera era adolescente, sino niño.
De pequeño veraneaba en el norte de la provincia de León, en un pueblo ligado a la familia de mi madre, y allí pasaba las vacaciones entre meriendas copiosas, juegos de mozalbetes en el pajar y paseos al atardecer por el monte con mis tías. Un día descubrí en lo que antaño había sido cuadra y que entonces era un almacén poco ordenado, un baúl en el que había libros diversos. «Son del primo fraile», me dijo mi tía alarmada ante la perspectiva de que los revolviera y sacara de su sacrosanto reposo. Pero el primo fraile —agustino, creo recordar—, hacía muchísimo tiempo que ya no se encontraba entre nosotros («murió joven», recordaba con añoranza mi tía), así que me agencié aquellos libros. Había de todo, como una desportillada edición decimonónica del Tesoro de las escuelas publicada por Saturnino Calleja y que era una adaptación de Giannetto, o Juanito, de Luigi Alessandro Parravicini, una especie de Enciclopedia Álvarez de la época.
Entre ése y otros títulos encontré un precioso volumen de la Historia General de España (1850-1867) de Modesto Lafuente. Pertenecía a la tercera edición, revisada por Juan Valera, así que era de los tiempos de María Cristina. Su encuadernación de tela, sus páginas doradas y su tema hicieron que me pusiera rápidamente a leerlo con fruición, y ante mí pronto desfilaron los reyes godos y los emires y califas andalusíes, pues era el tomo segundo, el que iba desde el año 414 hasta el 970. Lo cierto es que para mí era algo completamente exótico y fascinante. Nunca tuve que aprenderme la lista de los reyes godos —al contrario de mi madre, que la recitaba de carrerilla—, pero los Leovigildos, Recaredos y Wambas desfilaban ante mis ojos atónitos, mientras que los Tariqs Abderramanes desplegaban su extraña mezcla de violencia y refinamiento, acompañados todos de numerosas anécdotas legendarias. ¡Era mejor que una novela de Verne con sus a veces tediosas descripciones científicas!
Así pues, le debo a Modesto Lafuente muchos ratos placenteros y, quizás, mi devoción por la Historia. Por ello, aquí lo traigo, primero de joven, cuando era periodista y con un aire esproncediano, y luego de adulto, en una fotografía que lo muestra escribiendo con su levitón y ante unos muebles un tanto recargados, pero que cuadran muy bien con el colorido de su prosa que me encandiló.
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